En un rincón polvoriento del barrio de la periferia de Guadalajara, se desplegaba la vida de Manuel, un joven recién graduado en administración. A pesar de sus estudios, la realidad se cernía sobre él como el sol en pleno mediodía: caliente y sin piedad.
Manuel, con su cabello revuelto y su mirada cansada, trabajaba en una empresa de servicios para sobrevivir. Sus padres, quienes le habían dado todo lo que necesitaba, miraban con orgullo su esfuerzo, aunque su consentimiento había dejado huellas profundas en el carácter de Manuel.
Su novia, Carla, lo acompañaba en cada paso, pero a veces él no lo notaba. Su mente, cual molino de viento oxidado, solo giraba en una dirección: la que él creía correcta.
En casa, sus padres y su hermana menor, María, vivían entre risas y preocupaciones. Manuel, sin embargo, parecía sordo a sus inquietudes. Su pensamiento inflexible se hacía evidente en cada esquina de su existencia, como el polvo que se acumula en los rincones olvidados.
El primer sufrimiento de Manuel venía de su incapacidad para aceptar la realidad tal como era. Si las cosas no salían como él esperaba en el trabajo, se sumía en la desesperación, incapaz de adaptarse al cambio. La rigidez de su mente lo ataba a un sufrimiento constante, como las raíces de un árbol se aferran a la tierra seca.
El segundo sufrimiento se manifestaba en su relación con Carla. A pesar de su amor genuino, Manuel no podía ver más allá de sus propias expectativas. Cuando Carla expresaba sus deseos y sueños, él las desestimaba con la misma facilidad con la que se deshace una hoja marchita. Su incapacidad para comprender las necesidades de los demás lo alejaba cada vez más de aquellos que más lo querían.
El tercer sufrimiento se encontraba en el núcleo mismo de su familia. Sus padres, preocupados por su bienestar, intentaban guiarlo por el camino correcto, pero Manuel se aferraba a sus propias ideas con terquedad. Sus palabras caían en oídos sordos, y el abismo entre ellos se ampliaba día a día.
Y así, entre la rigidez de su mente y el peso de sus propias expectativas, Manuel se encontraba perdido en un laberinto de su propia creación. Su sufrimiento, invisible para muchos, era tan real como el sol que ardía sobre las calles de la ciudad. En un mundo que cambia constantemente, él permanecía inmutable, como una estatua de sal en medio del desierto. Cada vez más frustrado en una vida repetitiva, en una vida que no cambiaba a pesar de sus esfuerzos.